lunes, 10 de noviembre de 2014

Día sesenta y tres sin él.

El sábado tuvo sabor a domingo. Y el miedo trepaba un poquito por el pelo, metiéndose en el cerebro hasta que las ideas brotaban de lo que parecías ser tu misma.
Y de pronto... Todo caía, pero él estaba ahí. Con un "te quiero muchísimo" y un abrazo que podría haber hecho que el mundo se estremeciera. Y había gente, pero sólo estaba él. Y cuando me acosté a su lado, sólo podía cerrar los ojos y recordar la postura de sus manos sobre mi rostro y mis hombros.
El domingo se despertó, y se quedó conmigo, en contra de lo que debería haber hecho, Y fue tan dulce que las tres de la tarde aparecieron entre sonrisas en la cama. Y de pronto, todo quemaba, pero no importaba, porque su dolor era placentero.
Y a la noche siguiente... De nuevo aquí, como si nunca se hubiera marchado. Y Mulán diciéndonos que cuando algo te importa, no hay límites. Y yo sintiendo que ojalá él lo sintiera también. 
Un detalle, dos, tres, cuatro, cinco. Joder, ¡seis! Y siete, ocho, y nueve, y ¿me estoy volviendo loca o podría seguir contando? Sonrisas calladas, abrazos de la nada que ahogarían a un oso, besos metralleta y pétalo, todos juntos en una batidora de sentimientos.
Y yo en medio.
Con-ti-go.
Más tarde batidos y susurros. Y mi cama, oliendo a él más que a casi nada. Antoñito mirando la puerta, y preguntándome cuándo va a volver ese que se lleva las lágrimas y nos trae los labios.
No lo sé, renacuajo. Pero qué más da, mientras vuelva.

Vuelve.

No hay comentarios:

Publicar un comentario